Los dos lo han querido, me dijo su madre.
¿Los dos...? No es posible, señora, dije yo. Usted tiene
demasiado temperamento y a su edad ya se sabe por qué caen los alfileres del
rocío.
Calle usted, Luciano, calle usted... No, no, Luciano, no.
Para resistir este nombre, necesito contener el dolor de mis
recuerdos. ¿Y usted cree que aquella pequeña dentadura y esa mano de niño que
se han dejado olvidada dentro de la ola, me pueden consolar de esta tristeza?
Los dos lo han querido, me dijo su prima. Los dos. Me puse a mirar el mar y lo
he comprendido todo.
¿Será posible que del pico de esa paloma cruelísima que
tiene corazón de elefante salga la palidez lunar de aquel trasatlántico que se
aleja?
Es que tuve que hacer varias veces uso de mi cuchara para
defenderme de los lobos. Yo no tengo culpa ninguna. Usted lo sabe. ¡Dios mío!
Estoy llorando.
Los dos lo han querido, dije yo. Los dos.
Una manzana será siempre un amante, pero un amante no podrá
ser jamás una manzana.
Por eso se han muerto, por eso. Con veinte ríos y un solo
invierno desgarrado.
Fue muy sencillo. Se amaban por encima de todos los museos.
Mano derecha, con mano izquierda. Mano izquierda, con mano derecha. Pie derecho
con pie derecho. Pie izquierdo con nube. Cabello con planta de pie. Planta de
pie con mejilla izquierda. ¡Oh mejilla izquierda! ¡Oh, noroeste de barquitos y
hormigas de mercurio! Dame el pañuelo, Genoveva; voy a llorar. Voy a llorar
hasta que de mis ojos salga una muchedumbre de siemprevivas. Se acostaban. No
había otro espectáculo más tierno. ¿Me ha oído usted? ¡Se acostaban! Muslo
izquierdo con antebrazo izquierdo. Ojos cerrados con uñas abiertas. Cintura con
nuca y con playa. Y las cuatro orejitas eran cuatro ángeles en la choza de la
nieve. Se querían. Se amaban. A pesar de la ley de la gravedad. La diferencia
que existe entre una espina de rosa y una Start es sencillísima. Cuando
descubrieron esto, se fueron al campo. Se amaban. ¡Dios mío! Se amaban ante los
ojos de los químicos. Espalda con tierra, tierra con anís. Luna con hombro
dormido y las cinturas se entrecruzaban una y otra con un rumor de vidrios. Yo
vi temblar sus mejillas cuando los profesores de la Universidad le traían miel
y vinagre en una esponja diminuta. Muchas veces tenían que apartar a los perros
que gemían por las yedras blanquísimas del lecho. Pero ellos se amaban.
Eran un hombre y una mujer, o sea, un hombre y un pedacito
de tierra, un elefante y un niño, un niño y un junco. Eran dos mancebos
desmayados y una pierna de níquel. ¡Eran los barqueros! Sí. Eran los barqueros
del Guadiana que cercaban con sus remos todas las rosas del mundo.
El viejo marino escupió el tabaco de su boca y dio grandes
voces para espantar a las gaviotas. Pero ya era demasiado tarde.
Ocurrió. Tenía que ocurrir. Cuando las mujeres enlutadas
llegaron a casa del Gobernador, éste comía tranquilamente almendras verdes y
pescado frescos con exquisito plato de oro. Era preferible no haber hablado con
él.
En las islas Azores. Casi no puedo llorar. Yo puse dos
telegramas; pero desgraciadamente, ya era tarde. Sólo sé deciros que los niños
que pasaban por la orilla del bosque vieron una perdiz que echaba un hilito de
sangre por el pico.
Ésta es la causa, querido capitán, de mi extraña melancolía.
"Amantes asesinados por una perdiz" F.G. Lorca ca.1929
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